Es una rama de olivo vulgar a los ojos de cualquiera, sin hojas, torcida hacia la mitad. Para aquellos gatos no era cualquier rama; todo lo contrario. Apreciaban la delgadez, la fina textura, la flexibilidad de la madera. Agitada por manos humanas, silbaba en el aire, casi dotada de viva; al rozar el suelo, era lo más parecido a una serpiente en movimiento. Nada más oír el siseo acudían y prestaban atención, alumnos aplicados al aire libre. Seguían con la mirada los movimientos hacia arriba y hacia abajo, de un lado a otro. Esperaban el momento en que tomara contacto con el suelo; un momento de concentración, de tiempo detenido, agazapados, y saltaban para capturarla. Era una auténtica fiesta, una celebración de la vida. La dicha completa consistía en asir la rama con las cuatro patas, tumbarse de lado o de espaldas, curvarla con cuidado, y mordisquear la punta. Era el éxtasis. La felicidad en la tierra. No eran los únicos amantes de la rama. La niña todavía no sabe caminar; la madre le aguanta los brazos mientras avanza erguida entre sus piernas. Va mirando el suelo. Normalmente no lo ve desde esta altura. Le gusta. Los pies tocan algo que le llama la atención. VE la misma rama tirada en el suelo. No otra, aquella. La ve y al instante la quiere. Deseo concedido. La coge entusiasmada como si en sus manos tuviera una varita mágica que puede conseguir cualquier cosa, transformación simultánea del mundo y del que la lleva. No para de moverla de izquierda a derecha, de arriba a abajo. No puede contener la emoción. Mirad lo que tengo. Habéis visto. Cómo se mueve. Más de uno tiene que apartarse para no ser alcanzado por la diestra espadachina. Ha descubierto algo nuevo. Algo maravilloso. No podemos ni imaginar lo que siente, lo que se imagina, quién se imagina y qué imagina estar haciendo. Es una pura fábula en acción. Se está inventando a sí misma, creando como el personaje de un cuento que todavía no ha leído. Todo de pronto es lo que es y otra cosa de lo que es. Nada es lo que parece. La magia inunda el mundo. Es un mundo mágico. La niña juega a ser, el juego del ser, mientras sostiene en la mano la espada inmaterial, invisible, con la que dibuja en el aire, en la nada, desde la nada, figuras inimaginables, mensajes indescifrables. La creación es obra de un niño. Está contenta. La rama le hace feliz. Qué suerte haberla encontrado. Entre risas intuye la doble naturaleza de la vida, el carrusel multicolor de la ausencia y la presencia, el temblor del tiempo. Disfruta de la mera existencia y del mero existir de las cosas. Quiere que lo sepamos. Quiere compartirlo. Hace notoria su alegría. Quiere que los demás también estén alegres. No hace falta un punto de apoyo sólido, pesado, para mover el mundo, tan sólo una ramita insignificante, torcida, pelada, una de tantas, única para quien sepa verla con otros ojos. La paloma, tras el diluvio, también llevaba una y sólo una rama de olivo cualquiera en el pico. No más.
XVII
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XVI
En las planicies de la muerte y la vida, la infancia recomienza a cada instante, es el tiempo que no pasa, duración eterna. El círculo en todas partes y en ninguna. Un grupo de niños entra en tromba; se dispersa por el vagón. Cada uno ocupado en lo suyo, arman alboroto, corren gritando, como si se tratara de su jardín del Edén particular. Uno se coge de las barras de los portaequipajes y hace fuerza. Voy a romper el tren por la mitad. Nadie lo duda. Aprieta con fuerza mientras mira el músculo en tensión. El tren, lo voy a romper. Un niño ensimismado se pregunta por el sentido de lo que está viendo. Con una intuición penetrante, que el diseñador jamás poseerá, interpreta que las figuras esquemáticas, que indican las personas con preferencia para sentarse, representan en realidad una serie temporal, una suerte de secuencia narrativa que va de la madre embarazada, y el bebé, al enfermo con muletas y, al final, el anciano. Esto es lo que va a pasar. Concluye. La historia de la vida. Nadie lo duda tampoco. No es una simple serie donde el orden es indiferente; cada figura ocupa el lugar que le corresponde en el tiempo, resumen en imágenes del presente, el pasado y el futuro. Dos niñas están sentadas una al lado de la otra; llevan la misma mochila de "Monster High", la moda del momento, sobre sus rodillas. Juegan al juego de numerar de forma alternativa los diferentes elementos que aparecen en el dibujo. Uno, las cruces. Dos, el corazón. Tres, la cicatriz. Cuatro, la boca. Cinco, los ojos. Seis, el pelo negro. Así pasan el tiempo; hacen pasar el tiempo. De cuando en cuando se detienen, examinan la imagen, buscando nuevos detalles de la niña monstruo. Cansadas de este juego, una pasa un dedo, suavemente, por la palma de la mano de la otra, en círculos, hasta que por sorpresa, le da una palmada. Ríen como si fuera la primera risa en el mundo. Repiten el movimiento con los papeles cambiados. De nuevo las risas. Entonces, otra vez, nadie lo duda. Ninguna duda. Siente un latigazo en su estómago, un aguijonazo mortal, el remolino de la muerte y la vida asciende desde el abismo. Estalla en la retina. Ve y recuerda. Recuerda una mano que también jugaba del mismo modo con la suya. Giraba en su palma con delicadeza. Él la miraba; la escuchaba cantar. Sabía lo que iba a pasar. Y le gustaba. No le importaba saberlo. Quería sentir otra vez, y otra, cómo la palmada señalaba el fin del círculo. Y reía. Y ella también reía. Era todo lo que necesitaban. Querían rehacer el círculo para la eternidad, para siempre. Recuerda la mano que tocaba la suya. Una mano que ya no está en este mundo. Consumida hasta quedar inmóvil. Reino de las manos ausentes. El aire bulle de caricias inmemoriales, risas, llantos y cánticos. Nadie lo duda. El círculo es indestructible. Una palmada lo despierta.